Llegamos a la Ciudad Vieja de Jerusalén por la Puerta de Yaffa. Esa misma por la que durante siglos entraron los peregrinos y nos adentramos en David St. Igual es cosa solo mía, pero esa calle estrecha, transitada en exceso y con diminutas tiendas a cada centímetro de sus lados, me recordaba, en cierto modo, a la alcaicería de mi Granada natal. Recorrimos esa calle de arriba a abajo unas tres o cuatro veces, me sentía emocionada por dejar las grandes avenidas de Tel Aviv y sumergirme en el íntimo olor a incienso de Jerusalén.
El hostal que elegimos cumplia los requisitos de ser económico y estar en plena Ciudad Vieja. De esos que aparecen en la guía de Lonely Planet y Trip Advisor como «pintoresco». Flanqueaban la entrada un par de árabes, que pedían, ceja alzada, que pagases el coste total de tu alojamiento. Las escaleras crujían bajo las alfombras que cubrían todo el suelo y un par de grietas y grapas de metal en la pared sugerían que no estábamos en el sitio más lujoso del mundo.
Sin embargo, todas mis objeciones terminaron cuando, al final de las escaleras, llegué a la terraza. El suelo no era horizontal, y subía y bajaba. Nadie había allí. Unos se duchaban y otros chateaban en la planta de abajo, el último lugar donde llegaba la cobertura de internet.
Sin señal. Incomunicada. Tan emocionada con lo que veían mis ojos que empece a hacer fotos: panorámicas, más exposición, menos, arriba, abajo… Ni una sola de ellas me pareció buena. Era demasiado. Me deleité con ese momento. Tan borracha de felicidad que casi quería gritar. Sola, en ese techo. Pensé en esa colección de errores y de decisiones impulsivas como la que me llevó a pedir una beca a Israel de un día para otro. Y entonces me di cuenta: toda mi vida había conspirado para que yo estuviese en ese destartalado hostal.
A mi derecha la Ciudadela de David, delante de un manto de estrellas tan nítidas que prácticamente se veía su titileo. A la izquierda la Ciudad Santa y la Cúpula de la Roca. Sonaba de fondo música hebrea tradicional del concierto «Night Spectacular». Realmente lo era.
Miré los adoquines de la calle, que brillaban ligeramente con el alumbrado público. Hay una pequeña plaza nada más atravesar la puerta. Desde allí se podía ir a la izquierda al Barrio Cristiano, a la derecha al Barrio Armenio, y al frente (por David St.) a la zona Este, que es el eufemismo con el que los judíos se refieren a la parte árabe.
De pie en esa terraza podía imaginar las heridas abiertas en los pies de los peregrinos, las bocas sedientas. La entrada del general Allenby a pie, y el sonido de sus palabras retumbando contra los muros de la fachada. Imaginé las tumbas de los arquitectos de la puerta, debajo de ésta. Según cuenta la leyenda, Suleimán los mandó ejecutar nada mas concluir su obra, porque el Monte Zion y la tumba del Rey David habían quedado fuera. Ví a un Santo Tomás incrédulo tocando las llagas de Cristo en la calle al Barrio Armenio. Hasta aquí vino el Profeta Mahoma desde la Meca, a la misma piedra donde Abraham casi sacrifica a su hijo Isaac.
No hay un recodo de la Ciudad Santa que no hable de milagros, masacres, religión o conquistas.
Hay que dormir, al menos una vez en la vida, bajo las estrellas de Jerusalén. En esta ciudad que sobrepasa lo humano.
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